jueves, 24 de noviembre de 2011

¡Quiquiriquí!

Al cabo de un rato me encontré con otro viejo que estaba reparando una cerca de madera. Los troncos estaban podridos y, a cada movimiento de las manos del viejo, se deshacían en un polvo de ocre amarillo. Habría hecho mucho mejor dejando la cerca en paz, o sustituyendo los troncos.


Y aquí debo decir que la causa del triste hecho de que la idiocia predomine más entre los granjeros que entre otras personas se debe a que se dedican a arreglar cercas de madera podridas durante el cálido y relajado tiempo de la primavera. Es una empresa imposible. Laboriosa; inútil. Una empresa capaz de desmoralizar a cualquiera. Un gran esfuerzo dilapidado por pura vanidad. Pues, ¿cómo va a conseguir unos que unos troncos podridos se sostengan sobre unos postes podridos? ¿Con qué clase de magia va a infundir fuerza en unos leños que han estado helándose y cociéndose durante sesenta inviernos y veranos consecutivos?

Es eso, ese maldito afán por arreglar vallas podridas con los mismos troncos podridos, lo que conduce a los granjeros al manicomio.

En el rostro del anciano en cuestión estaba claramente marcada una idiocia incipiente. Pues, unos trescientos metros por delante de él, se extendía una de las cercas de madera de Virginia más desdichadas y desmoralizadoras que había visto en mi vida.

Texto_¡Quiquiriquí! de Herman Melville_Dibujos de G.Rubio_2011

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