jueves, 24 de noviembre de 2011

URBIES...desde la ventana
















Dibujos de G.Rubio_2011

¡Quiquiriquí!

Al cabo de un rato me encontré con otro viejo que estaba reparando una cerca de madera. Los troncos estaban podridos y, a cada movimiento de las manos del viejo, se deshacían en un polvo de ocre amarillo. Habría hecho mucho mejor dejando la cerca en paz, o sustituyendo los troncos.


Y aquí debo decir que la causa del triste hecho de que la idiocia predomine más entre los granjeros que entre otras personas se debe a que se dedican a arreglar cercas de madera podridas durante el cálido y relajado tiempo de la primavera. Es una empresa imposible. Laboriosa; inútil. Una empresa capaz de desmoralizar a cualquiera. Un gran esfuerzo dilapidado por pura vanidad. Pues, ¿cómo va a conseguir unos que unos troncos podridos se sostengan sobre unos postes podridos? ¿Con qué clase de magia va a infundir fuerza en unos leños que han estado helándose y cociéndose durante sesenta inviernos y veranos consecutivos?

Es eso, ese maldito afán por arreglar vallas podridas con los mismos troncos podridos, lo que conduce a los granjeros al manicomio.

En el rostro del anciano en cuestión estaba claramente marcada una idiocia incipiente. Pues, unos trescientos metros por delante de él, se extendía una de las cercas de madera de Virginia más desdichadas y desmoralizadoras que había visto en mi vida.

Texto_¡Quiquiriquí! de Herman Melville_Dibujos de G.Rubio_2011

Una casa de arenisca....

Su padre y él habían tendido aquel suelo de cemento frenéticamente, el día en que un camión trajo unos dos metros cúbicos de hormigón ya mezclado en un pegote gigantesco. Él debía tener entonces unos quince años, y su padre cuarenta y muchos.

El suelo del sótano de aquellas granjas viejas solía ser de tierra, la arcilla roja de la región más o menos apisonada y endurecida, salvo cuando en primavera lloraban los cimientos y se hacía barro. Su padre habló con gente de la construcción, y señaló con tablones la plataforma para la caldera, y hundió en la tierra una cañería cerámica de drenaje, y tiró cordeles por aquí y por allá para determinar el nivel y la inclinación, pero en ninguno de esos preparativos se contaba con las alarmantes dimensiones del hormigón cuando llegó, fraguando lentamente, a primera hora de aquella mañana de sábado. Con rastrillos y palas, tablas y paletas había que empujar y arrastrar y allanar el material recalcitrante hasta los rincones, bajo la escalerilla y hasta la boca del drenaje.
Su padre estaba lívido por el esfuerzo, como varios años antes cuando hubo que cargar con las piedras de la chimenea, y fue una odisea interminable, a la luz de unas pocas bombillas desnudas, la carrera angustiosa con el tiempo y la materia, porque el hormigón iba poniéndose cada vez más duro, y al secarse exprimía el agua a la superficie y exudaba su sonoro olor subterráneo, su olor clandestino a piedra. Fue sorprendente lo bien que quedó el suelo, tras aquella jornada de sudoroso pavor: liso, gris y con un delicado desnivel, de modo que tras inundarse apenas persistía algún charquito.

A veces, en la perspectiva moteada del recuerdo, parecía como si en el sótano hubiera habido con ellos un tercer hombre, algo así como un profesional, porque parecía mentira que entre su padre y él, un profesor de ciencias sociales y un aspirante a poeta, hubieran podido solar un sótano tan bien.


Texto_Una casa de arenisca, Lo que queda por vivir de John Updike.
Dibujos de G.Rubio_2011

martes, 18 de enero de 2011

viernes, 14 de enero de 2011

Y si le ponemos nombre?

Hola...
La casina de Urbiés no tiene nombre. ¿Nos ayudas a buscarle uno?
Mándanos al mail tu propuesta de nombre. Entre los recibidos, y entre todos, elegiremos el nombre para la casina.
A que esperas!?!?

lacasinadeurbies@gmail.com